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He perdido la cuenta de las veces que he escuchado cosas como “controlar” el enfado o “luchar contra” la tristeza. Pienso en una batalla y me imagino a personas solas luchando contra sí mismas, luchando por no sentir ni experimentar aquello que su cuerpo les está gritando y siento ganas de pedir un alto al fuego. No existen relaciones mínimamente cordiales que emerjan de un conflicto. Imaginemos por un momento que nuestras emociones son soldados en un campo de batalla interno. En esta batalla, nos encontramos cara a cara con emociones que nos resultan desagradables. Sin embargo, en lugar de reconocerlas como aliadas, proporcionándonos información valiosa sobre nuestro estado emocional, las vemos como enemigos que debemos derrotar a toda costa.

 

En esta lucha interna, cada emoción que intentamos suprimir o negar se convierte en un prisionero de guerra, alimentando así un conflicto constante dentro de nosotros mismos. Esta guerra no solo afecta nuestra propia salud mental y bienestar, sino que también se filtra en nuestras relaciones con los demás.

 

Sin embargo, cuando hay un espacio en el que se tolera al otro (en este caso, una emoción); hay un espacio para que el otro exista, nos guste más o menos, disfrutemos más o menos de su compañía. Y cuando permitimos esto, la relación con nuestras emociones parte desde un lugar permisivo y no desde el castigo o de la confrontación.

 

No queremos sentir cosas desagradables como la tristeza, la frustración, la culpa o la ansiedad; eso es comprensible para todo el mundo. Lo que no todo el mundo comprende, es que no es algo que dependa de nuestra voluntad que esas emociones aparezcan de repente en diferentes situaciones de nuestra vida.

 

Por eso, la mayoría de las emociones a las que mandamos al exilio se camuflan detrás de la rabia, y la rabia se convierte en la cara visible de nuestro estado de ánimo. Explorar el origen de nuestras partes “exiliadas” nos llevará a una comprensión más profunda de nuestra historia personal y nuestra forma de entender lo que nos pasa y lo que hacemos con lo que nos pasa. A veces es muy difícil llegar a ellas sin ayuda profesional, pero sin duda es un lugar que merece la pena explorar.

 

Cuando dejamos que la emoción aparezca, sea la que sea, y simplemente la miramos y la sentimos unos minutos, es más probable que podamos hacernos la siguiente pregunta: ¿para qué has aparecido? Es un matiz, sutil a la par que importante, que la pregunta no busca un porqué sino un paraqué, ¿cuál es la función?

 

Las emociones aparecen porque son adaptativas y nos informan de una situación a la que debemos, como mínimo, atender. A veces será algo tremendamente importante y vital; y otras veces, será algo que solamente necesita ser visto y que no requiere de una toma de decisiones inmediata. Y después de ese primer contacto viene la segunda parte, igual de importante que la primera: responsabilizarnos y tomar acción (si podemos) de una manera consciente.

 

Validar nuestra emoción no es lo mismo que validar lo que hacemos con ella. Permitir y aceptar nuestra emoción no equivale a permitir y aceptar cualquier comportamiento que tengamos para regularla y gestionar la situación que tenemos que afrontar. Entender esto es fundamental, tanto en nosotros mismos como en los demás.

 

Entender que en una pareja uno se enfade por llegar tarde “a causa” del otro; no es validar que su respuesta sea romper una puerta de un golpe. Si sentimos tristeza cuando un buen amigo nos ignora y no está presente durante meses, la forma en la que lo abordamos sí la podemos elegir y controlar. No será lo mismo quedar con ese amigo y transmitirle lo que sentimos, preguntándole también por sus circunstancias; que llamar a un tercero para insultarle a sus espaldas. Cuando validamos que un niño se frustre porque no quiere compartir su juguete y otro niño se lo ha quitado, no toleramos que le pegue; le enseñamos otras formas de mostrar su frustración o enfado que vayan en la dirección de lo que él necesita y que sean respetuosas con el otro.

 

En este espacio de aceptación y comprensión, encontramos la libertad para abrazar plenamente nuestra humanidad y construir relaciones basadas en el respeto y la empatía con nosotros mismos y con los demás.

 

Inés Babío

Psicóloga y Logopeda

Inés Babío

Psicóloga y Logopeda