El proceso de victimización en mujeres víctimas de violencia de género es explicado mediante los ciclos de violencia propuestos por los estudios de Walker, que recogen tanto los patrones de comportamiento de las fases del fenómeno como las principales sintomatologías experimentadas por las mujeres maltratadas. Estas sucesivas fases son:
- Fase 1 – Tensión: por una parte, el agresor se siente tenso e irritable, lo que da lugar a un distanciamiento emocional. La víctima, intenta amortiguar o evitar los enfados lo que proporciona legitimidad a su conducta según la percepción del agresor.
- Fase 2 – Explosión: se basa en una descarga incontrolable de la tensión acumulada que da lugar a una percepción de pérdida de control por parte de ambos dada la destructividad del episodio.
- Fase 3 – “Luna de miel”: se caracteriza por un arrepentimiento del agresor ante sus acciones que intenta compensar con signos de cariño, afecto y atención, lo que constituye un refuerzo para la víctima que obtiene de forma fortuita e incomprensible lo que quería y necesitaba.
La violencia de género se trata de una dinámica ambivalente e inconsistente basada en mecanismos de castigo y refuerzo. Si el agresor unas veces se muestra benevolente y otras hostil, la víctima atribuye su propio comportamiento como precipitante del maltrato, responsabilizándose. Además, esta responsabilización, tiene una función defensiva vinculada a la negación del propio enfado para evitar que este perturbe de alguna manera al agresor y evadir así un posible escenario de conflicto. Como la frecuencia y peligrosidad aumenta cuando se suceden los episodios, el agresor aprende que la violencia es un mecanismo efectivo y rápido para ejercer control y dominio sobre ella, que en paralelo se siente incapaz de predecir las acciones que dan lugar a la conducta agresiva lo que incrementa la sumisión, la dependencia y la sensación de indefensión, suponiendo este aprendizaje un obstáculo para abandonar la relación dada la merma de la capacidad de toma de decisiones. Estos mismos autores señalan como mantenedores y obstaculizadores del ciclo: la dependencia emocional y económica respecto del agresor, la falta de recursos, el miedo a romper la familia y de afrontar en solitario la atención de los hijos, las propias vivencias familiares (tolerancia al maltrato aprendido en la infancia), así como la inseguridad que crea para las mujeres el proceso judicial.
Estar en una situación extrema como la migración es un factor de vulnerabilidad muy grave y que se puede desengranar en muchos factores más concretos, muestra de esto es el alto porcentaje de mujeres migrantes que se encuentran en relaciones de violencia de género. El hecho de haber sido testigo de violencia en el ámbito familiar en su infancia, y de haber sufrido esta violencia en ocasiones, también es un factor de vulnerabilidad, puesto que las dinámicas de poder se pueden interiorizar desde que eres pequeño debido a la exposición a ellas.
En las víctimas de violencia de género, es común encontrar como trastornos comórbidos la depresión, inadaptación social, ansiedad y disfunciones sexuales ya que se establece una correlación directa entre maltrato y síntomas característicos de este tipo de trastornos. Dado que la acción violenta ocurre dentro del propio hogar, las mujeres víctimas de violencia de género pueden experimentar una ruptura del marco de seguridad y protección que supone el seno familiar, lo que las llevaría a un estado permanente de hiperactivación e hipervigilancia. La suma de todo esto puede suponer en la vivencia de la víctima un grave fracaso personal, que genera sentimientos de culpa y pérdida de autoestima. Como consecuencia de esto pueden disminuir las actividades placenteras y aparecer síntomas depresivos.
La violencia de género sería por tanto un factor de riesgo para diferentes trastornos mentales, evidenciando que la prevalencia del Trastorno de Estrés Postraumático y del Trastorno Adaptativo. Entre los factores que más pueden influir en el establecimiento de un daño psíquico se encuentran la edad, la frecuencia, la intensidad y el tipo de agresión, el tiempo que se haya mantenido la situación, la actitud del agresor, la reacción del entorno social familiar e incluso la propia personalidad de la víctima. Dentro de las posibles patologías que puede llegar a desarrollar una víctima de este tipo de violencia se encuentran los cuadros disociativos (separar la experiencia física de la agresión de la experiencia cognitiva de estar siendo agredida) o somatoformes (cuando los conflictos psicológicos son convertidos y se expresan bajo forma de trastornos físicos).
La recomendación profesional si estás sometida a un proceso de estas características o conoces a alguien que lo esté es la búsqueda de un lugar de acogida a la víctima donde pueda sentirse segura a la hora de trabajar los problemas latentes y poder dar comienzo a la elaboración de una valoración integral para que, una vez analizados los aspectos centrales del maltrato (patrón de abuso y control, estrategias de la paciente etc…), pueda dar comienzo una psicoterapia individual centrada en el impacto específico del trauma, asesoramiento en materia relacional y la adquisición de apoyos psicosociales. Sabemos ayudarte.
Ángel Martín Gálvez
Psicólogo