La vida de cada individuo es una travesía repleta de experiencias, algunas tan profundas que pueden amenazar nuestra esencia misma, mientras que otras se convierten en refugios serenos, como árboles frondosos bajo los cuales encontrar cobijo.
En esta travesía, nos encontramos con otros seres que, de alguna manera, se suman a nuestro camino, creando proyectos comunes que se van tejiendo paso a paso, caminando juntos en esta maravillosa aventura que es la vida. Cuando dos individuos se unen en pareja, se abre ante ellos un lienzo en blanco donde plasmar sus sueños, anhelos y metas compartidas.
La suma de sus aportes, su implicación y su dedicación moldean esta relación, convirtiéndola en algo único y diferente. Es en esta complementariedad donde radica la magia, permitiendo que ambos crezcan juntos, cada uno potenciando lo mejor del otro, en un constante proceso de transformación y evolución.
Sin embargo, en este viaje hacia la plenitud compartida, es fácil caer en trampas que enturbian el camino. A menudo nos casamos con la idea de lo que creemos que el otro es, en lugar de aceptar y amar su verdadera esencia. Es un error pensar que podemos cambiar a nuestra pareja según nuestros deseos o expectativas, y también lo es creer que es responsabilidad del otro hacernos felices.
Muchas veces, nuestras visiones de lo que debería ser una relación están influenciadas por nuestras experiencias familiares. Nos enamoramos no solo de la persona, sino también de lo que representa su familia, idealizándola como más acogedora o servicial que la nuestra. Esta idealización puede llevarnos a descuidar nuestra propia parcela en el jardín de la relación, concentrándonos en lo que el otro hace o deja de hacer, en lugar de cuidar y mimar nuestra propia parte.
Las verdaderas ilusiones en una relación surgen cuando ambos miembros se comprometen a crear un espacio compartido, un jardín donde depositar lo mejor de sí mismos para poder disfrutarlo juntos. Sin embargo, este jardín requiere de cuidado constante y atención mutua. Es fácil distraerse observando lo que sucede en el lado del otro, sin percatarnos de que estamos dejando escapar el agua que nutre nuestra propia parcela.
El arte de cultivar un jardín compartido en una relación radica en aprender a equilibrar el amor propio con el amor hacia el otro, en aceptar y valorar la individualidad de cada uno, mientras se teje un vínculo sólido basado en el respeto, la confianza y la comunicación honesta. Solo así podremos convertir nuestra relación y crecimiento mutuo, donde cada día sea una oportunidad para regar y cuidar el preciado jardín que hemos construido juntos.
Sara Villafranca
Psicóloga