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¿Alguna vez habéis pensado cuántos pijamas habéis tenido a lo largo de vuestra vida?… sí, sí, pijamas;  desde que naciste. Yo he estado echando la cuenta, y me salen, más o menos ¡unos cuarenta!…o más. Me parece alucinante que haya tenido más de cuarenta pijamas a lo largo de mi vida, así que me puse a pensar el por qué de esa cifra tan exorbitante, es decir, concretamente, en los motivos por los cuales he cambiado cuarenta veces de pijama. Y resulta, que todo lo que se me ocurrió se podía agrupar en dos conjuntos de razones, por necesidad y por apetencia… me explico.

Cambié de pijama por necesidad cuando éste se me quedó pequeño. Recuerdo que cuando era una niña había un pijama al que le tenía especial cariño. Ya sabéis como somos en la infancia, nos da por una determinada ropa, y tienen que meternos con ella en la lavadora porque es imposible que nos vistamos de otra forma. Le tenía mucho cariño, me identificaba con él, seguramente, hasta formaba parte de mi, de tanto llevarlo era como algo característico que me definía, pero llegó un momento en que las costuras me oprimían, y tuve que cambiarlo por otro que se adaptaba mejor a mi nuevo tamaño. Durante un tiempo, el pijama cumplió sobradamente su función, me sirvió, pero empezó a resultarme incómodo llevarlo. Me sentía como la oruga cuando se convierte en mariposa, como una crisálida, pues el pijama que me había protegido y con el que tan a gusto dormía, ahora me constreñía y no me dejaba moverme con facilidad. Entonces entendí que el pijama tenía una función, una finalidad, y que cuando ya no podía desempeñarla, había que sustituirlo.

Ya más mayor, habiendo pasado esa etapa de obsesión por una determinada prenda de ropa,  la segunda razón que me llevó a cambiar de pijama fue, sencillamente, porque me apetecía. El pijama estaba prácticamente nuevo, ya había dejado de crecer, por lo que me podía servir durante algunos años, pero, pasé delante del escaparate de un tienda, y vi un pijama que me encantó. Pensé que no debía comprarlo, al fin y al cabo, tenía uno que había comprado hace poco y me sentía a gusto con él, pero es que éste… ¡era tan bonito!… que pese a mis razonamientos, las emociones ganaron la partida y acabé comprándomelo, y dejando el otro, que estaba nuevo, en el cajón.

Así que llegué a la conclusión de que  los pijamas, como cualquier prenda con la que nos vistamos, debe cumplir dos requisitos. El primero, basado en la utilidad, es que tiene que ser igual que una armadura en la que te enfundas para luchar, deber ser lo suficientemente resistente para protegerte de los ataques del enemigo, pero lo bastante flexible como para que puedas desenvolverte con soltura en el campo de batalla. Y el segundo, basado en el sentimiento, quizás más prosaico pero no menos importante, es que tiene que gustarme.

Y llegados a éste punto, diréis: “pues vaya reflexión más tonta ¿no?, es evidente que cuando algo no te vale o no te sirve tienes que cambiarlo”. Y estoy de acuerdo con vosotros, puede ser un pensamiento un poco simple, pero, os propongo un ejercicio, sustituid el pijama por vuestra identidad; por vuestra ideología; por vuestros sentimientos; por vuestra forma de ver la vida; por vuestras amistades; por vuestra pareja…  ¿A que ya no es tan sencillo?

Somos seres cambiantes. Nuestro cuerpo se reemplaza así mismo completamente con un nuevo conjunto de células, cada siete a diez años. Somos como el río del filósofo griego Heráclito, que enunció que “nunca te puedes bañar dos veces en el mismo río”. El cambio es consustancial a nosotros, todo cambia en nosotros y alrededor nuestro, sin embargo, a veces nos resistimos a los cambios, nos empeñamos en seguir poniéndonos prendas que ya no nos sirven. Es verdad que cambiar asusta, porque en el proceso de muda siempre perdemos algo de nosotros mismos, como las células de nuestro cuerpo, y eso puede hacer que nos cuestionemos cosas que hasta ese momento formaban parte de nuestra identidad, que nos definían y nos hacían individuales y reconocibles para otros. Pero debemos afrontar esas etapas con la naturalidad y la aceptación con la que entendemos que debemos cortarnos el pelo, de vez en cuando, para permitir que siga creciendo.

Por eso, por más que pase el tiempo, y que ya haga muchos años que hemos dado “el estirón”, el pijama siempre mengua, bien porque se quede pequeño, o porque simplemente, ya no nos guste; y cada cierto tiempo, tenemos que cambiarlo.

Irene Candelas

Psicóloga Familiar

Irene Candelas

Psicóloga